Soledad le pisaba los talones.

Subió allí donde solían gritar viva la vida, donde solían tirar piedras y esperar que cayeran al mar poco a poco. Donde siete amigos compartían uno de esos momentos mágicos en los que todos respiraban el mismo aire infectado de sentimiento. Miró hacia los lados, imaginando sus caras, sus miradas y sus sonrisas. 
No vió nada.
El aire frío le apuñalaba cada parte de la pálida piel que llevaba al descubierto en esos días de diciembre. Le faltaba el oxígeno y su garganta estaba cada vez más y más seca.
Gritó.

Bajó las escaleras y pudo escuchar sus risas e incluso sus chistes. Sus bromas pesadas y sus caricias clandestinas.
Un coche pasó a su lado y se escuchó un claxon.
Imbéciles. Se río y pensó en lo que habrían hecho ellos. Quizás le habrían devuelto la gracia gritando otro poco, o haciendo algún gesto vulgar.

Metió la mano en su bolsillo y sacó las llaves. 
Volvió a escuchar sus voces hablar de su casa y de lo mucho que querrían poder quedarse a vivir con ella. Y a quién no le vendría bien.
Abrió la puerta y pronuncio un hola poco cariñoso. Subió las escaleras y se tiró en su cama. A través de las rejas podía ver la luz de la luna y las muchas estrellas brillando.

Estornudó, se frotó los ojos.
Miró la foto que se hicieron todos juntos, y unas gotas de desesperación cayeron de sus ojos.
Soledad, siempre vienes a por mí.


            Independiente

 

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